13.9.06

Capítulo 1 El poder hipnótico del martillo


Facundo Ferreyra entró al parque de diversiones y se distrajo con las luces del martillo. Si por un instante hubiera sospechado que estaba transitando por los últimos quince minutos de vida, no contestaba la llamada de su celular que lo sacó de la euforia multicolor para meterlo en el oscuro callejón del miedo y la desesperación. “Tu esposa, Ferreyra, tu esposa ha sido secuestrada por la banda de Gatita”, le había dicho el subcomisario Gómez, quien a su vez recibió la noticia del oficial Amado Ferreyra, hijo del ex jefe de la policía de Tucumán, Comisario retirado Facundo Ferreyra.
Ferreyra y Gómez eran amigos. El comisario, unos quince años mayor, le permitía a Gómez tutearlo desde que fueron compañeros en la Brigada de Investigaciones.
Inmediatamente después, el jefe le hizo una seña a su custodia, y abandonaron la misión de rastrillaje que habían ido a hacer al parque. El gitano Anastasio, dueño de la mayoría de las atracciones mecánicas y denunciante de un caso de venta de marihuana en el tren fantasma, se encogía de hombros al verlos salir. “Abortamos el operativo, Gitano, tenemos un apuro que involucra al Grande Jefe”, dijo con palmadas en el hombro el gordo Potenza, pero el Gitano no le creyó, el apuro le olía a arrugue.
Los cuatro hombres subieron al Chevrolet Corsa con Potenza al volante. El gordo no era el mejor piloto (ningún policía lo es), pero su bultoso cuerpo sólo cabía en un asiento delantero, y las reglas dicen que a un superior no se le permite manejar, ni se lo manda atrás nunca, así que el único asiento disponible para el gordo era el del chofer; pero el accidente donde perdería la vida el Grande Jefe, no fue para nada culpa de él.
Al entrar en la rotonda de la terminal, un ómnibus de larga distancia se les vino encima como un elefante desbocado. Potenza clavó los frenos. Justo cuando parecía que zafaban de la tragedia, porque el micro pasaba por delante, una Toyota Hilux 4x4 los chocó de atrás empujándolos hacia el gran final. El Corsa subió hasta la fuente de la rotonda y quedó semi volcado con la esquina delantera izquierda del bondi clavada en su puerta delantera derecha, la puerta de Ferreyra. La Toyota desapareció como por arte de magia y el Jefe murió en el acto.
La Gaceta publicó la noticia en tapa, con una foto a cuatro columnas. Y Gatita, el secuestrador, creyó que era una jugada de baja monta armada para ablandarlo, por eso mandó a una prostituta del bajo a pellizcar el cadáver, porque “estos canas hijos de puta, son capaces de ponerte un muñeco de cera en el ataúd”. Mientras tanto, mantuvieron a Amanda lejos de las noticias, mirando el día entero canales de dibujitos animados y comiendo todo tipo de dulces, porque conocían su pasado anoréxico y era una información importante para aprovechar. La cautiva andaba suelta y dopada por el minúsculo departamento de una torre en construcción. En realidad las obras ya habían terminado, pero un problema de planos con la municipalidad mantenía al edificio céntrico con la faja de CLAUSURADO en la puerta. Gatita, que había trabajado en el edificio en el sistema contra incendios, planeó un acceso desde el fondo de una casa abandonada. Las ventanas de la torre completa, además de contar con vidrios biselados, estaban tapadas con plásticos negros y el medidor de la luz estaba en el hall del edificio, nadie podía sospechar que habría gente en ese lugar, aunque estaban pendientes de las sesiones del Concejo Deliberante, porque la clausura se levantaría en cualquier momento.
“Il Grosso Capo é finito”, anunció la puta desde una cabina de la plazoleta Mitre y Gatita hizo añicos el celular de la bronca, después se arrepentiría del arrebato, porque puso en alerta a la secuestrada y se quedó sin comunicación hasta el mediodía siguiente, cuando salió a la calle disfrazado de operario de Edet.

Al sepelio del Gran Ferreyra fueron todos, desde el Vice-Gobernador de la Provincia hasta los cadetes de la escuela de policía. Un profesor de esa escuela propuso hacer una exhibición de destrezas físicas en el cementerio, pero, luego de una mueca de sonrisa, el oficial Amado Ferreyra, hijo del finado, dijo “Al viejo le hubiese gustado, pero como nunca tenía pensado morirse, tampoco expresó jamás su última voluntad. Mejor no, que a los politiqueros les asusta el circo” y el proyecto quedó para la semana del policía, a fines de noviembre. Alperovich estaba de vacaciones en Irlanda, siempre elegía un país diferente para sus cortos descansos, algunos sospechaban que eran otras las intenciones del primer mandatario tucumano, que, aparte de vacacionar, iba en busca de negocios alternativos para invertir el gran dinero de los gastos reservados, o en una de esas padecía una enfermedad secreta y buscaba la cura milagrosa para sus males. La última hipótesis surgió desde la oficina del legislador Sangenis, pues en la revista médica JAMA el facultativo había leído un artículo acerca de la APV, una virosis que apareció en Europa durante la segunda guerra, en los campos de concentración nazis, con gran cantidad de víctimas judías. Se creía que era otro mal de laboratorio creado por el doctor Joseph Menguele , “el exterminador”, para asegurar la supremacía de la raza aria, pero la evolución de esta dolencia, creyeron los científicos, había terminado en las cámaras de gases y no se encontraron sobrevivientes con patologías parecidas. Luego de cincuenta años, entre pacientes con HIV positivo, se encontraron síntomas idénticos a los provocados por la APV. Una curiosidad: todos estos pacientes eran descendientes de judíos, y lo más raro del caso es que de un universo de 1875 pacientes estudiados en los Estados Unidos, 661 eran judíos sefaradíes, o sea que no provenían de los campos de concentración de Europa central, sino de Turquía, una casta expulsada de Europa por los Reyes Católicos a fines del siglo XV, como si la condición judía fuese la causante del mal, como si el credo religioso fuese el verdadero apocalipsis de ese triste grupo de israelitas con HIV positivo. En el mismo artículo consultado por Sangenis se publicaba una lista de países que habían experimentado una cura para el mal, pero debido a la extinción de la causa, no era conveniente ni rentable seguir con las investigaciones. Massachussets, Madrid, La Habana, Sao Paulo, Buenos Aires, Ciudad de Vaticano y Dublín eran, según JAMA, las locaciones de los centros de estudios y Alperovich había respetado curiosamente ese orden, salvo el caso de Buenos Aires, lugar al que viajaba con frecuencia. Lo cierto es que desde el país de los tréboles mandó sus condolencias a la viuda, sin saber que estaba secuestrada.