18.7.09

Capítulo 12: Judíos en Dublín




Moisés estaba destinado a mantener la base de Tucumán mientras el Toro se trasladaba a Dublín con las intenciones de proteger al gobernador. El jefe del Mossad Tucumán no ocultaba su satisfacción pero también estaba preocupado por los eventos de Santa Lucía. Pasaba por la misma sensación vivida tres años antes cuando un viejo amigo lo “pidió” para que limpiara la Casa de Gobierno tucumana de micrófonos de la SIDE. Por un lado estaba contento de servir al primer gobernador judío de la República Argentina, y por el otro le angustiaba dejar sola a su joven novia en los confines de la guerra santa. Pero sabía que ella estaba preparada para sobrevivir con grandeza a las peores situaciones posibles, lo tranquilizaba la idea del desafío: “Dios nos pone a prueba día a día, somos Abraham camino a la montaña constantemente”, le dijo ella en la despedida. Él se odiaba por no haberlo pensado antes. Tantos años de estudios rabínicos no le sirvieron ni para conmover a su prometida, se sentía sumamente disminuido y lo volvían a invadir las sensaciones duales: envidia y orgullo de su novia al mismo tiempo. Los fantasmas del ensueño lo acunaron y se lo llevaron al mundo de los hombres simples, la butaca del Boeing de Aerolíneas lo mantuvo narcotizado hasta que los roces con la mujer que viajaba a su lado le erizaron la piel. En su quimera era una mujer bella, una sirena para Ulises, la Venus de Boticelli, pero en realidad era una cincuentona de piel extremadamente blanca, casi transparente, si demasiada carne sobre una osamenta filosa. Más que una mujer, parecía una guadaña. Lo alteró la idea de estar abrazando con lascivia a la imagen de la muerte y despertó sobresaltado. La mujer le sonrió con ternura, como dándole permiso para continuar con las caricias, pero él se disculpó y se dirigió al baño, el avión ya apuntaba derecho hacia el este, por lo que rápidamente se hizo de noche, aunque los relojes marcaran las cinco de la tarde.
Dublín desde el cielo nocturno se parece a un raquítico árbol de Navidad tumbado por el viento: la ciudad se extiende desde el canal de San Jorge hacia el centro de la isla, y las luces que titilan tímidamente se reproducen en la espesura de la bruma y se abren como dos brazos de luz que le ponen un matiz de cálida bienvenida al visitante. “Son ingleses”, pensó Toro, “No te entusiasmés Torito, son ingleses, y para colmo católicos, te van a hacer mierda el corazón si se enteran que, además de negro, sos judío”. Cuando el avión tocó tierra, sacó una toallita descartable humedecida en perfume del bolsillo y se la pasó por la cara, como lo haría una mujer sacándose el maquillaje. Su compañera de asiento lo miró detenidamente esperando que su cutis chocolatado se destiñera con tanta fruición, pero cuando vio que la piel del hombre continuaba del mismo color, torció la vista hacia la ventanilla para conversar con su reflejo en el vidrio acerca del reciente desencanto.
Se encontró con Alperovich a la mañana siguiente, en un hotel de Ballintoy Beach, y festejó el rayo de sol sobre la nieve y el aire helado que traía el mar. Su amigo se quejó de la humedad y le ofreció una de sus corbatas para entrar a desayunar, “porque estos locos de mierda no te dejan permanecer en el club house sin corbata, Torito”.
—¡Dame la tuya!, le espetó esperando una negativa, pero el gobernador no tuvo ningún drama de quitarse, sin desanudar, la fina corbata de seda italiana que llevaba puesta. Y se la entregó para que el Toro cayera en la cuenta de que otra vez lo habían puesto ante una sensación ambivalente: vergüenza y orgullo.
—¡Sos un pan de Dios!, le dijo agradecido.
—¡Si!, ¡lo único que falta es que me digás que soy el cuerpo de Cristo, pedazo de huevón!
Y estallaron las carcajadas.
Las risas se disiparon cuando quedó al descubierto el cuello del gobernador, que llevaba una cruz de plata colgada de una gruesa cadena, también de plata.
—Pero, ¡En serio te hiciste cristiano...!
—No, boludo, es el regalo del gobernador, una cruz celta, se llama Crichton Cross, es aún anterior a Cristo y representa el poder de la naturaleza, la medida de todas las cosas. Bety les trajo un menhir de un metro veinte y los tipos, en agradecimiento, nos regalaron sendas cruces a nosotros. Mirá, en aquella colina, frente a la playa, ¿ves que hay como dos palitos grises ahí?. Es el menhir que lo pusieron junto a una cruz de éstas, pero de piedra. Hicieron una ceremonia hermosa a la tardecita, medio que nos cagamos de frío, pero la cosa se puso buena cuando trajeron la cerveza y encendieron una gran fogata...
—¡La fogata de San Juan!
Y las risas se ahogaron en un gran abrazo de amigos fraternos, algo que Alperovich había olvidado a causa de tantas campañas estilo K, llenas de falso cariño y palmadas en la espalda cargadas de hipocresía. Era consciente de que sobre sus hombros caía una gran responsabilidad: ¿Conducir a un millón y medio de almas?, ¿Procurar beneficios para miles de indigentes?, ¿Acabar con la desnutrición?, ¿Lograr la reelección?. No, la mayor responsabilidad que tenía en esos momentos era ser leal a este amigo que ahora lo abrazaba con gran cariño y respeto, y que estaba dispuesto a dar la vida por él. José Alperovich lo sabía, por eso quería ayudar al Toro en lo que fuera, y le ofreció compartir la suite del Hilton; a lo que el espía se negó rotundamente.
—Tranquilo José, acá yo estoy trabajando para vos. Ya no podemos jugar más a ser Sherlock y Watson como lo hacíamos en el college. Ahora yo soy Kevin Costner.
—¿Y yo, quién soy?
—Vos sos Withney Huston
—¿Porqué no te vas un ratito a la mierda...?

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