2.6.09

Capítulo 8: Historia de Adrián y los dados negros



“Rosaura, Moisés, se llama Rosaura”, dijo Toronowitz.
“Rosaura Márquez, casada con Eduardo Ben Brahim, y es sólo una maestra, no cana. En estos momentos está en una reunión de docentes rurales en una escuela acá cerca, ¿querés ir a verla?”, preguntó Moisés, y tanta eficiencia dejó helado al jefe. Como no obtuvo respuesta y la cara del Toro era un inmenso signo de interrogación, prosiguió: “Ayer tarde, cuando vino, estuvo charlando conmigo en el lobby del hotel, y como preguntaba mucho por vos, le dí el número para que te llamara desde la recepción, para cuando te colgó, yo ya tenía chequeada la información. De puro pedo casualidad pasó por aquí y vio los autos. Entonces la tipita planeó echarse un polvito con vos, porque se quedó caliente ayer a la siesta, le gustaste y vos le echaste flirt. ¿Qué?, no me mirés con esa cara... ¿Te dije o no te dije que usáramos autos diferentes?, yo te avisé que esos Dunas obsoletos nos mandaban en cana, encima las chapas patentes correlativas...”
—¡Y yo les dije que guardaran los autos en la guardería!— Le gritó el Toro, para disimular su asombro, y para bajarle un poco los humos a su subordinado. —¡Y no quiero verla!, vos sabés que yo soy hombre de una sola mujer, ¡Vamos a la morgue a ver los cadáveres!
Hicieron el viaje a la morgue judicial en absoluto silencio. El Toro era un ser especial, un terrible oso que de judío sólo tenía la circuncisión. Su padre era húngaro, y corrían por sus venas algunos glóbulos gitanos, trabajó en la instalación de los trolebús de Santa Fé y conoció a una judía gitana rusa en las colonias entrerrianas, era una sobreviviente de Aschwitz que vino a la Argentina con padres adoptivos que le inculcaron el amor a Dios y el respeto por el prójimo. Los abuelos del Toro creían en la doctrina sodomita de la religión (estaban seguros de que el Holocausto Nazi era un castigo divino), por lo tanto adoptaron con alegría y gran respeto las costumbres del país que los cobijaba, convirtiéndose con pasión en gauchos judíos. Lamentablemente el Toro no recibió más que cinco años de crianza de su madre, porque a los pocos días de nacer su única hermana, ella enfermó y murió de tuberculosis, con síntomas muy parecidos al mal que ahora investigaba: la APV. Su padre crió como pudo a los dos pequeños, y cumplió hasta la muerte la promesa que le hizo de no volver a casarse. Y el cine infantil fue la causa de tal promesa, por esos días habían estrenado “Blancanieves”, de Disney y los niños soñaban que tendrían una madrastra que los eliminaría. Luego de su bar-mitzvá, Adrián Toronowitz, cuando se embarcaba hacia Israel para completar sus estudios en el seminario rabínico de Tel Aviv, vio llorar a su padre por primera vez: lloraba tanto que creyó verlo llorar las lágrimas que no tuvo para su despedida de Hungría, a donde jamás volvería, las lágrimas que no tuvo cuando recibió la noticia de la limpieza étnica de la que había sido víctima su pueblo entero, las lágrimas que no tuvo para expresar la alegría de encontrar el pueblo de sus sueños: Colonia Hercilia. Las lágrimas que no tuvo para ver a sus hijos recién nacidos. Las lágrimas que no encontró el día de la muerte de su mujer. Lloró tanto ese día que sus lágrimas caían al Río Paraná dando la sensación que era un río de lágrimas, un mar de lágrimas. Fue la única vez que Adrián vio a su padre llorar. Los recuerdos lo abandonaron cuando Moisés frenó de golpe y le dijo “Llegamos”.

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